Quien más, quien menos, en
algún momento todos hemos experimentado una de esas situaciones en las que una
parte de nuestra conciencia nos dice que debemos alertar a una tercera persona
de las consecuencias de sus propios actos, mientras que la otra nos dice que no
somos quiénes para hacerlo.
Nuestra percepción de las
cosas es, naturalmente, subjetiva, y nos puede surgir la duda de si la situación que estamos
percibiendo será tan grave como creemos, o si la persona que la protagoniza
estará en condiciones de afrontarla. En otras ocasiones, sin embargo, tenemos la certeza absoluta de que se está obrando erróneamente.
En estos casos,
¿Tomamos parte, o no tomamos
parte?
A esta pregunta cada cual
deberá responder en función de las convicciones que tenga acerca de lo que
somos y lo que hacemos:
¿Somos individuos que
coinciden en un mismo espacio llamado “medio natural” porque es el lugar donde
realizamos unas determinadas prácticas deportivas de ocio?
Si, por supuesto
¿Hay algo más?
En mi opinión, la respuesta
es que sí:
Compartimos una serie de
significados acerca de lo que son las actividades que realizamos, que les dotan
de unos valores que trascienden a los de la práctica deportiva en sí misma, y
que nos identifican como una “comunidad”.
Ser parte de esta comunidad
nos “obliga” a tomar parte cuando, dentro de los límites de la propia
experiencia, se considera que otro miembro de la comunidad puede estar haciendo
algo que ponga en peligro su propia integridad física o la de los demás, o
pueda estar perjudicando al propio medio físico en el que se encuentra.
Una reacción airada a una llamada de atención sobre un hecho que puede
suponer claramente un perjuicio personal o material , no es más que un signo de
debilidad de quien desconoce la existencia de una comunidad en la que los comportamientos
de sus integrantes no responden a otra motivación que no sea la de ayudar a sus
iguales.
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